En algún reino de Grecia, había un
rey, padre de tres hermosas hijas. La más joven, Psiqué, era mucho más hermosa
que sus dos hermanas y al lado de ellas parecía una diosa entre simples
mortales. La fama de su hermosura se extendió por toda la tierra y de todas
partes los hombres se ponían en camino para admirarla con rendida adoración y
prestarle pleitesía, como si de una inmortal se tratara. Se llegó a decir
incluso que la misma Venus no podía rivalizar con ella. Y cuantos más y más se
presentaban ante ella, menos se acordaban de Venus. Los templos de la diosa
estaban abandonados, sus altares cubiertos de frías cenizas y las ciudades
consagradas a la diosa se convertían en ruinas. Todos los honores reservados
hasta entonces se le tributaban a una simple muchacha, destinada a morir en día
no lejano.
La diosa no podía aceptar
semejante situación, y como siempre que se encontraba en apuros, requirió ayuda
de su hijo, que unos llaman Cupido y otros Amor, y contra cuyas flechas no
existe protección en el cielo ni en la tierra. Le contó sus cuitas, y, como
siempre, se prestó a obedecer sus órdenes. "Usa tu poder - le dijo ella -
y haz que esta pequeña desvergonzada se enamore locamente de la más vil y
despreciable criatura que haya en el mundo". Él lo habría hecho
ciertamente si Venus, olvidando en el furor de sus celos que aquella belleza
podría ilusionar al mismo dios del Amor, no le hubiera mostrado antes a Psiqué.
Cuando la hubo visto, el mismo Cupido se sintió con el corazón traspasado por
una de sus flechas. Nada dijo a su madre; la verdad es que no tenía fuerzas
para proferir una sola palabra y Venus se marchó convencida de que la suerte de
Psiqué estaba echada.
Las cosas, sin embargo,
ocurrieron de distinta manera a como ella creía. Psiqué no pensó nunca
enamorarse de un malvado; en efecto, no se enamoró de nadie y, más extraño
todavía, nadie se enamoró de ella. Los hombres seguían satisfechos en su
contemplación, admirándola, adorándola, después pasaban de largo y desposaban a
otra. Sus dos hermanas, aun siendo infinitamente menos seductoras, habían
celebrado dos espléndidas bodas, cada una con un rey. Psiqué, la más hermosa,
triste y solitaria, admirada siempre, pero jamás amada. Le parecía que ningún
hombre la querría por esposa y ello causaba gran inquietud a sus progenitores.
Su padre intentó hallar a través del oráculo de Delfos un buen marido para
Psiqué. El dios consintió en responder, pero su profecía fue terrible. Apolo
decretó que Psiqué, vestida con negros crespones, debía ser llevada a la cumbre
de una colina y permanecer allí sola; el marido que le sería destinado, una
serpiente alada, terrible y más poderosa que los mismos dioses, llegaría hasta
ella y la haría su esposa...
No se puede imaginar el desespero
que se apoderó de aquellos a quienes el padre de Psiqué contó tan triste
noticia. Se preparó a la joven como para sus funerales, y con más lamentos que
si se tratara de conducirla a la tumba la llevaron a la colina. Solo Psiqué permanecía
animosa y decidida. “Más que llorar por mí -les dijo- debéis hacerlo por esta
belleza que me ha granjeado la envidia del cielo. Marchad ahora, y sabed que
deseo que pronto llegue el final". Desesperados partieron todos,
abandonando a su destino a la radiante y desventurada muchacha y se encerraron
en su palacio para llorar por ella el resto de sus días.
Sobre la colina, y en medio de la
oscuridad, Psiqué permaneció sentada a la espera. Mientras temblaba y lloraba,
en la calmada noche llegó hasta ella una ligera brisa, el dulce viento de
Céfiro, el más suave de los vientos. Sintió que se elevaba. Se deslizó de pies
por el aire sobre la colina rocosa hasta una pradera mullida como un lecho y
perfumada por las flores. El hizo lo posible para que olvidara sus penas y la
durmió. Despertó después a orillas de un claro arroyo a cuya vera se elevaba un
castillo imponente y magnífico. Parecía destinado a un dios, con sus columnas
de oro, muros de plata y suelos incrustados de piedras preciosas. Reinaba un
silencio absoluto. Su interior parecía desierto y Psiqué se acercó cautelosa y
atemorizada a la vista de tanto esplendor. Permaneció recelosa en el umbral
cuando percibió unos ruidos; no veía a nadie, pero oía las palabras con
claridad: "La casa es para tí -le decían-. Entra sin miedo y báñate,
refréscate; en seguida se pondrá en tu honor la mesa del banquete".
Nunca había tomado un baño tan
delicioso ni probado platos tan agradables. Mientras comía, escuchó a su
alrededor una dulce música, como un arpa que acompañaba a un numeroso coro. La
oía pero tampoco la veía. Todo el día estuvo sola, acompañada únicamente por
las voces que escuchaba. Pero sin podérselo explicar presentía que su marido
vendría al caer la noche. Y así fue. Cuando le sintió cerca de sí y escuchó su
voz que murmuraba dulcemente a su oído, desaparecieron sus temores. Sin verle
siquiera, estaba cierta que no era un monstruo ni tenia forma espantosa sino
que era el amante esposo que tanto tiempo había deseado.
Aunque esta presencia mediatizada
no podía satisfacerla plenamente, sin embargo se encontraba feliz y el tiempo
transcurría rápido para ella. Pero una noche, su querido e invisible esposo le
habló muy seriamente y le advirtió que un gran peligro le amenazaba bajo la
forma de sus dos hermanas. "Vuelven a la colina de dónde has desaparecido
para llorar por ti -le dijo-. Pero no es conveniente que te descubran. Si lo
hacen me causarás una pena inmensa y te destruirás a ti misma". Prometió
no dejarse ver y pasó todo el día siguiente llorando, pensando en sus hermanas
y en la prohibición que tenía de no consolarlas. Pero lloró todavía más cuando volvió
su marido y ni siquiera las caricias que él le prodigó pudieron secar sus lágrimas.
Al fin, con gran disgusto, él cedió: "Haz lo que quieras -dijo- pero, te
lo repito, estás buscando tu ruina, tu propia destrucción". Después,
solemnemente, le explicó que no se dejara persuadir por nadie para que
intentara verle, pues quedaría separada de él para siempre. Psiqué obedeció
entre protestas, pues prefería morir cien veces que vivir sin el. "Pero
otórgame la alegría de ver a mis hermanas" le suplicó ella. Tristemente,
él se lo concedió.
Al día siguiente, llevadas por Céfiro,
las dos hermanas descendieron de la montaña. Alegre, con el corazón palpitante
de emoción, Psiqué las esperaba; su alegría era muy grande. Transcurrió largo
rato antes de que las tres lograran hablarse; su alegría era muy grande y solo
pudieron expresarse en suspiros. Por fin entraron en el palacio y las dos
hermanas mayores revolvieron todos los magníficos tesoros. En un opulento
festín escucharon maravillosa música. Y la envidia, la amarga envida y una
curiosidad devoradora se apoderó de ellas. ¿Quién era el dueño de tal
magnificencia? ¿Quién era el esposo de su hermana? Querían saberlo pero Psiqué,
que mantenía su palabra, solo les dijo que su marido era un hombre joven que
estaba participando en una cacería. Después, les llenó las manos de oro y joyas
y pidió a Céfiro que las devolviera a la colina. Dejaron a Psiqué, pero el
fuego de los celos quemaba sus corazones. Comparadas con Psiqué, las riquezas
propias y su felicidad les parecían nada, y su envidiosa cólera creció tanto en
ellas que llegaron a tramar juntas la perdición de su hermana.
Aquella noche, el esposo de
Psiqué le advirtió una vez más que no volviera a ver a sus hermanas. Pero ella
replicó que no podía dejar de verlas. ¿Tenía que prohibirle ver a sus hermanas
a quienes tanto amaba? El cedió de nuevo y en seguida las dos ruines hermanas
llegaron. Traían planes muy concretos. Las palabras vacilantes de su hermana y
sus contradictorias respuestas, cuando le pidieron que describiera a su marido,
avivaron su curiosidad. Estaban convencidas de que, no solo Psiqué no lo había
visto todavía, sino que incluso ignoraba su identidad. No le expusieron sus
sospechas, pero le reprocharon por disimular tan triste situación a sus hermanas.
Ellas lo habían comprendido, le dijeron, y estaban seguras de que su marido no
era un hombre, sino más bien la horrenda serpiente profetizada por el oráculo
de Apolo. El de momento se mostraba dulce, pero llegaría una noche en que se
arrojaría sobre ella para devorarla.
Psiqué, consternada, sentía que
el terror invadía su corazón e iba matando poco a poco su amor. Muchas veces se
preguntaba por qué él no le permitía verle, y sospechaba que debía tener para
ello alguna poderosa razón, ¿Qué sabia de él en realidad? Si no era tan
horrible, ¿por qué tenía la crueldad de ocultarse a su vista? Triste,
temblorosa y balbuceante, dio a entender a sus hermanas que no podía negar lo
que le decían, pues hasta aquel momento su marido no la había poseído sino en
la más profunda oscuridad. "Debe ocultar algo horrible para que tema tanto
la luz del día" dijo ella sollozando, y les pidió consejo.
Ellas lo tenían ya todo previsto,
pues lo prepararon con antelación. Psiqué debía ocultar un cuchillo bien
afilado y una lámpara al lado de su lecho. Cuando su marido estuviera
profundamente dormido, ella se levantaría, encendería la lámpara y empuñando el
cuchillo, lo clavaria en la figura horrible que la luz le descubriera.
La dejaron abrumada por la duda y
fuera de sí, sin saber qué partido tomar. Ella le amaba y él era su amante
esposo... Durante todo el día sus pensamientos luchaban dentro de ella. Cuando
llegó la noche, había abandonado la lucha. Estaba decidida a matarlo...
Cuando él se durmió
apaciblemente, ella se revistió de valor y encendió la lámpara. Caminando sobre
las puntas de los pies se acercó al lecho y, elevando la luz, contempló lo que
tenía ante sus ojos. ¡Oh, su corazón sintió un profundo alivio y el más
sublimado éxtasis! La luz no le hizo ver un monstruo, sino la más bella de las
criaturas. Invadida por la vergüenza de su locura y por su poca confianza,
Psiqué se hincó de rodillas y si el cuchillo no hubiera caído de sus manos
temblorosas lo habría clavado en el propio pecho. Pero mientras se hallaba
reclinada sobre él, contemplando tan gran belleza, una gota de aceite cayó de
la lámpara en la espalda de aquel bello joven. Se despertó sobresaltado, vio la
luz y comprendió la desconfianza de Psiqué, y sin pronunciar palabra se marchó.
Psique corrió tras él. No podía
verle, pero oía su voz que le hablaba. Le dio a conocer su nombre y con
tristeza le dijo adiós: "El Amor no puede vivir sin confianza" y con
esas últimas palabras la abandonó. "El dios del amor" pensó ella
"era mi esposo, y yo, miserable, no tuve fe en su palabra. ¿Se ha marchado
para siempre? De todas maneras -pensó ella llena de coraje- puedo pasar el
resto de mi vida buscándolo. Si él no quiere ya amarme, yo sabré demostrarle mi
amor". Y se puso en camino sin rumbo fijo; solo sabía una cosa: que jamás
renunciaría a volverle a encontrar.
Entretanto, él fue a reunirse con
su madre para pedirle que curara su herida, pero cuando Venus supo su historia
y comprendió lo que Psiqué había pretendido, llena de cólera le dejó solo con
su tristeza. Marchó en busca de la muchacha por cuya causa había sentido celos
mortales. Venus estaba decidida a demostrar a Psiqué lo que cuesta escapar de
la ira de una diosa.
La pobre Psiqué, en su desolado
vagabundear, intentaba reconciliarse con los dioses. Les dirigía continuas y
ardientes suplicas, pero ninguno de ellos quería granjearse la enemistad de
Venus. Psiqué comprendió al fin que los dioses no le ofrecían esperanza alguna
y tomó una rápida decisión. Se dirigiría a Venus, se ofrecería a servirla e intentaría
apaciguar su cólera. "Y quién sabe -se dijo- quién sabe si él no estará en
casa de su madre". Y se puso en camino para encontrar a la diosa, quien a
su vez andaba buscándola.
Cuando las dos se encontraron,
Venus se echó a reír y le dijo con desprecio si buscaba un marido, el que había
tenido y que rehusaba verla después que escapó de la muerte a causa de las
quemaduras que ella le causara. "Pero en verdad -dijo la diosa- eres tan
descarada y te preocupas tan poco de tu aspecto que jamás encontraras un
enamorado. Para darte pruebas de mi buena voluntad voy a enseñarte cómo
hacerlo". Pidió gran cantidad de semillas de las más pequeñas, trigo,
amapolas, mijo y otras, y las mezcló en un solo montón. "Por tu propio
interés, procura que todas estén separadas para esta tarde" dijo la diosa.
Y tras estas palabras se fue.
Psique quedo sola y, sentada,
contempló el montón de semillas. No cabía en su cabeza la crueldad de esta
orden que la desorientaba. Además, le parecía inútil ponerse a realizar un
trabajo de tan difícil ejecución. Pero ella, que jamás despertó compasión de
nadie en el mundo de los mortales ni de los inmortales, en esta penosa situación
suscitó la piedad de las más pequeñas de las criaturas, las hormigas.
"Venid, compadeceos de esta pobre criatura, ayudémosla pronto" se
decían unas a otras. Todas respondieron a este llamamiento; vinieron en masa y
trabajaron afanosamente separando y amontonando, y lo que fue un montón informe
se convirtió en una serie de montoncillos bien ordenados, compuestos cada uno
por una variedad de semilla. Así lo encontró Venus a su regreso, y al verlo se
puso furiosa. "Aun no has terminado tu trabajo", le dijo. Dio un
mendrugo de pan a Psiqué y le ordenó dormir en el suelo, mientras ella se
tendía en su lecho blando y perfumado.
Si la podía obligar por largo
tiempo a un trabajo duro y penoso, e incluso hacerle pasar hambre, la belleza
odiosa de esta muchacha no lo podría resistir. Entretanto, impediría que su
hijo abandonara la habitación donde todavía se encontraba, sufriendo a causa de
su herida. Venus se sentía satisfecha por el cariz que tomaban los
acontecimientos
A la mañana siguiente se le
ocurrió un nuevo trabajo para Psiqué, una faena peligrosa. "Abajo, en la
orilla del río, donde crecen unos espesos zarzales, se encuentran corderos que
tienen el vellocino de oro. Ve y tráeme un poco de su brillante lana".
Cuando la joven, extenuada, llegó junto a la corriente de agua, intentó
lanzarse en ella y terminar así sus penas. Pero al inclinarse oyó una débil voz
que parecía salir del suelo. Bajó los ojos y notó que la voz provenía del
rosal. Le decían que no debía ahogarse, pues las cosas no se le presentaban
mal. Los corderos estaban muy nerviosos y alborotados, pero si Psiqué esperaba
un momento en que por la tarde salían de sus rediles para descansar y abrevar a
la orilla del riachuelo, solo tendría que entrar en los corrales y recoger los
copos de lana enganchados en las zarzas.
Así habló el dulce y gentil
rosal, y Psiqué siguiendo su consejo recogió gran cantidad de hilos de oro para
su cruel dueña. Venus la recibió con helada sonrisa. "Alguien te ha
ayudado -le increpó bruscamente- tu sola no lo habrías podido realizar. Te voy
a dar otra ocasión de probar que tienes el corazón tan decidido como aparentas.
¿Ves aquella agua tan negra que desciende de la colina? Es el nacimiento del
río terrible y aborrecido, el Estrige. Llena este frasco". Era la prueba
más dura que le habían impuesto. Psiqué se dio cuenta al llegar a la cascada.
Las rocas que la rodeaban eran escarpadas y deslizantes; el agua se precipitaba
por lugares tan abruptos que solo una criatura alada podía aproximarse. Y
efectivamente, un águila la ayudó. Planeaba con sus enormes alas por los
alrededores cuando vio a Psiqué y se compadeció de ella. Con su pico le
arrebató el frasco de sus manos, lo llenó de agua negra y se lo devolvió.
Pero Venus se dio cuenta. Todo lo
que ocurría la incitaba a pruebas más difíciles. Dio una caja a Psiqué con la
consigna de llevarla al hades y rogar a Proserpina, reina del mundo subterráneo,
que metiera en ella un poco de su belleza. Psiqué debía insistir sin desmayos y
hacer comprender a Proserpina que Venus padecía necesidad urgente, pues estaba
ajada y agotada de atender a su hijo enfermo. Obediente como siempre, Psiqué se
fue a buscar el camino que conducía al Hades. Cuando pasaba ante una torre,
ésta se ofreció a guiarla y le señaló el rumbo que la llevaría al palacio de
Proserpina: debía pasar primero por un gran agujero que había en tierra y
después por el río de la muerte donde debía entregar una moneda al barquero
Caronte para que la transportara a la otra orilla. Allí el camino descendía
recto al palacio. Cancerbero, el perro de tres cabezas, guardaba las puertas,
pero si ella le ofrecía un dulce se amansaría y le permitiría entrar.
Todo ocurrió como la torre
anunció. Proserpina no deseaba más que servir a Venus; Psiqué, muy animada,
tomó la caja y volvió más rápida que había ido.
Llevada por la curiosidad, y más todavía
por su vanidad, quiso ver el encanto que la caja contenía y, a poder ser, usar
un poco en ella misma. Al igual que Venus, sabía que su belleza estaba
resentida por los sufrimientos y no le abandonaba un instante la idea de recobrar
a Cupido. ¡Ojalá otra vez pudiera volverse más bella para él! Incapaz de
resistir la tentación, abrió la caja y con gran desencanto no encontró nada;
estaba vacía. Entonces un decaimiento mortal se apoderó de ella y cayó en un
profundo sueño.
En este crítico momento intervino
el dios del Amor. La herida de Cupido ya había curado y deseaba ardientemente
encontrar de nuevo a Psiqué. Es difícil contener el amor. Venus había cerrado
las puertas, pero quedaban las ventanas. Nada más fácil para Cupido que escapar
por una de ellas y buscar a su esposa. En un momento arrancó el sueño de los
ojos de Psiqué y lo encerró en la caja. Después despertó a su mujer con un
beso. La riñó un poco por su curiosidad, le dijo que llevara a su madre la caja
de Proserpina y le aseguró que todo en adelante tendría un feliz desenlace.
Mientras Psiqué se apresuraba a
obedecer, el dios del Amor se marchó al Olimpo. Quería asegurarse de que Venus
no le pondría más dificultades y planteó el caso ante Júpiter. El padre de los dioses
y de los hombres consintió enseguida en todo lo que Cupido le pedía. Convocó a
los dioses y les anunció (a Venus y a los demás) que Cupido y Psiqué estaban
oficialmente casados y propuso conceder la inmortalidad a la esposa. Mercurio
elevó a Psiqué hasta el cielo y la depositó en el palacio de los dioses. El
mismo Júpiter le hizo gustar la ambrosía que le otorgaba la inmortalidad. Esto,
naturalmente, cambiaba la situación. Venus no podía ya censurar a la diosa que
había llegado a ser su bella nuera. Se imponía una alianza y así pensó que
Psiqué, viviendo en el cielo con su marido, le faltaría tiempo para bajar a la
tierra, acaparar la atención de los hombres e inmiscuirse en su culto.
Todo terminó felizmente. El Amor
y el Alma (que es lo que significa Psiqué en griego) se buscaron y tras duras
pruebas se encontraron. Y esta unión no debía romperse jamás.
Fuente: http://www.kelpienet.net/rea/temas.php?ng=9